Miré por la ventana durante años y la calle me dio miedo. La gente, sus prisas y sus obligaciones. Las modas eran tantas como personas y sus voces variables.
Pero estaba cansado de no salir de casa, de vivir con miedo, y me sorprendió el deseo de ver mundo, así que fui a una plaza concurrida para relacionarme con otras personas.
—¡Oiga, bilgueit! ¿Quién le ató esa bandera al cuello?
—¿Está usted bien, pollo? ¿No tiene calor con tanta ropa?
—¡Tú, bacalao! ¿Sabes que te clavaron un anzuelo en la barbilla?
—¿A qué tanta queja? ¡No trabajes más, mastodonte, que eres tonto!
—Pero bueno, popeye, ¿quién te pintó los brazos?
Hablé con un montón de gente, me insultaron y empujaron, recibí guantazos, capones y patadas. Una paliza digna de meses de convalecencia. Cuando regresé a casa y me tumbé dolorido en el sofá ...sentí la satisfacción de no haber renunciado a "mi vida".
[Publicado en Paréntesis, periódico cultural]
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Hace 13 años
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